Buenos Aires 2009
CARTA A MI MADRE
Ciertamente la vida es un paseo por diversas geografías, mamá. No me lo habías dicho. No me contaste sobre el invierno cuando se instala en el alma, cuando el corazón se congela y hasta los sueños se duermen. Cuando el tiempo se detiene en un sollozo y la existencia se transforma en un gran iceberg flotando a la deriva, en medio de la nada. No me lo dijiste, mamá. Nunca me contaste que las lágrimas, además de sabor, tienen filo.
Tampoco me hablaste sobre la primavera cuando anida en el pecho. Cuando parece que te crecen alas de alegría. Cuando la sonrisa se desprende de los labios para caer en las manos, el vientre, en las rodillas. Cuando la felicidad abre tanto sus brazos que es capaz de envolver a todas las miradas. Entonces, siempre hay luna llena y la noche no es noche porque es un carnaval de estrellas que iluminan. ¡Que maravilla, mamá, poder tocar la aurora con las manos!
No recuerdo haberte escuchado hablar del amor. El amor, mamá, aquel de muchos rostros y tantos trajes. A veces se presenta vestido de mendigo, otras veces de príncipe y las menos de duende. Pero cuando llega, mamá, siempre parece el único, el justo, el exacto. Como un cándido río se filtra entre los poros y se desparrama con olor a jazmines. Todo lo invade entonces y en todo se refleja. Allí las matemáticas adquieren un sentido finalmente, uno más uno es dos, de eso no hay duda. Uno más uno es dos y dos más uno es tres y así seguimos en esa ecuación fantástica de latidos.
Pero no me dijiste que también el amor a veces llega más rápido de lo pensado a la meta final y desvanece. Levanta vuelo y se va dejándonos el otoño en las entrañas, porque es difícil volver a mirar el mundo de nuevo solamente con dos ojos. Algo falta además del amor, falta esa parte de uno que supo ser reflejada en el otro y esa amputación es dolorosa. Es dolorosa, mamá, muy dolorosa. De eso nunca me hablaste.
No me contaste del hartazgo y de la bronca. De esa resignación frente a aquello que no pudimos elegir. Vivir también es resistir, no me lo dijiste. Como hojas vertiginosas de un almanaque vacío caen los días, las semanas, los meses, los años, hasta que de pronto nos damos cuenta que no sólo el cuerpo ha envejecido, ha envejecido el alma y eso es más grave. El universo entonces se reduce a pagar la cuenta de luz, que no se queme la tortilla, terminar el traje de tortuga, que la camisa esté en orden, cuando vence el teléfono, tejer proyectos que más de las veces fracasan, llegar a fin de mes con los centavos, despiojar a los hijos, un ojo en el trabajo no querido, otro ojo en el chupete demandado. Entonces, si nos animamos, descubrimos azorados que no sólo la utopía colectiva ha quedado danzando el baile del olvido, también la utopía personal y eso da pena.
Y las pasiones, mamá. Esos deseos traviesos disfrazados de piel y de ternuras. Y el miedo, el fracaso, las miserias. Las miserias, mamá, de eso nunca me hablaste, sórdidos buitres de lo ajeno. Esa mezquindad pequeña y cotidiana que nos presenta batalla y muchas veces nos gana.
Sin embargo, yo si quiero contarte que algo he aprendido en el camino. Quiero que sepas, que muchas veces tuve que curarme el esqueleto mal herido, seguramente más de las necesarias. Quiero que sepas, que con la misma intensidad que he llorado también he sido feliz. He sabido ser pájaro sin rumbo buscando refugio en el primer árbol. Me he perdido en las tinieblas tratando de sentir, apenas, un calorcito ajeno. Pero también me crecieron alas, mamá, y pude tocar el arco iris con las manos. He amado desde la hembra y el ser humano, porque cuando dos seres se encuentran, aunque sea por un instante, el universo baila. Así como he amado he desamado y supe entonces que desandar ese camino es un desgarro cotidiano hasta volver a pararnos sobre nuestro propio cosmos. Conocí esa dimensión de amor intransferible que son mis hijos. Tus nietos, mamá. Pedacitos de carne y de revuelo que iluminan el mundo con su paso. En mí se acaba su horizonte por ahora, saberme frontera de esos dos corazones que laten en mi pecho sin duda es lo más grandioso que me ha pasado.
Es cierto, mamá, nunca me dijiste que todo esto era la vida, sin embargo te he escuchado. En cada silencio, en las caricias, en los enojos y en esta forma de encarar la vida donde la existencia no es lo que aparenta sino lo que se vive hasta el fondo. Ojala mis hijos lleven la herencia de su abuela sobre las alas y se atrevan a volar como vos me enseñaste, alto, sin miedo y soberanos de su existencia.